78 años del asesinato de León Trotsky


Cómo reseñó el Güero Téllez Vargas para el mundo la noticia del atentado que costó la vida al líder de la Revolución Rusa. Fue el único periodista que lo vio morir al anochecer del 22 de agosto de 1940

78 años del asesinato de León Trotsky


Periodismo
Agosto 26, 2018 18:35 hrs.
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Justo May Correa › enbocaspalabras

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El periodista Francisco Jordá Galán recopiló en 1979 anécdotas de los periodistas de la Redacción de El Universal para dar forma a un libro que tituló ’Machetazo a…’ Esta es la que escribió el Güero Téllez Vargas y que forma parte de la obra:

Ganar las primicias de una noticia trascendente no es cosa fácil.

Además de tener sentido periodístico y conocimiento del tema, el reportero debe ser sagaz, tenaz y hacer uso de todos sus recursos e imaginación para obtenerla.

Todos estos atributos fueron los que puso en juego Eduardo Téllez Vargas para dar a conocer a México los detalles del asesinato de León Trotsky.

Porque la versión más fiel que puede darse de este caso es de quien la vivió y ahora la escribe el prestigiado reportero policiaco de El Universal.

Hela aquí:

Tundía la máquina de escribir en la redacción de ’Novedades’. Eran poco más o menos las cinco de la tarde cuando escuché el grito clásico en cualquier redacción de un diario: ’Téllez Vargas al teléfono’.

Malhumorado por aquella interrupción que era a la ’inspiración’ más que al relato del crimen que escribía, me levanté de mi asiento. Tomé el auricular: ’¿Quién habla?, pregunté.

—’Güerito’, te habla ’El Monje’ —un telefonista de la Cruz Verde en el Puesto Central de Socorros—. ¿Verdad que en la Calle de Viena 19 vive ese ruso que hizo la Revolución allá?

—Sí, contesté, ahí tiene su fortaleza… ¿por qué?

—Bueno, pues vete con un fotógrafo inmediatamente para allá…

—¿Qué ha pasado?

—Fíjate que acabo de mandar cuatro ambulancias para esa casa, porque me informaron que durante un banquete se había producido una balacera y hay muchos muertos y heridos—, dijo secamente ’El Monje’, cuyo nombre no dejo aquí escrito, porque francamente nunca lo supe.

La noticia me hizo estremecer de pies a cabeza. Me puse rápidamente mi saco y eché al bolsillo el carnet, al mismo tiempo que le gritaba a Genaro Olivares, ’mi’ fotógrafo por esos días, para salir corriendo a la calle de Bucareli y abordar un automóvil.

En el trayecto comentábamos el caso. Me concentré para recordar lo más que pudiera acerca de la vida de León Trotsky, a quien en el mes de mayo anterior —ese día en que viajaba a la casa de Coyoacán era el 21 de agosto de 1940—, David Alfaro Siqueiros y un grupo de hombres y mujeres habían asaltado la casa del organizador y jefe del Ejército Rojo, cuyas manos destilaban sangre, sangre de inocentes que había asesinado en Odesa, en Rusia, por no haberse afiliado al bolcheviquismo.

Corría el automóvil donde viajaba por la avenida Coyoacán y el llegar a la esquina de Viena vi que la ambulancia 8 de la Cruz Verde, con sirena abierta, regresaba a su nosocomio. Nosotros seguimos adelante. Nos detuvimos precisamente frente a la fortaleza de Trotsky. Sabía cómo lograr que me abrieran y llamé con la contraseña.

La puerta de abrió rápidamente y atrás de ella quedó un hombre alto, atletoide, con cara de ’pocos amigos’.

Sin darle tiempo a que recapacitara, tranquilo le dije: ’Ministerio Público’, y sin pedir permiso, entré seguido de Genaro Olivares.

Un poco confundido el guardaespaldas de Trotsky, en el trayecto de la puerta al jardín me dijo: ’fue brutalmente asesinado en su despacho… Mornard lo traicionó’. No preguntaba nada, dejaba que aquel hombre me considerara autoridad, hablara y hablara explicándome lo que sabía del ’caso’.

Al entrar al despacho de León Trotsky, en donde muchas veces había sido recibido por el líder de la IV Internacional, estaba la misma mesa cubierta con un hule con dibujos a cuadros. Había desorden. Sobre una silla, un manuscrito que se titulaba ’Stalin’. En el suelo, el dictáfono que utilizaba Trostsky para grabar sus escritos que, más tarde, Silvia Angeloff se encargaría de pasar en limpio.

Una enorme mancha de sangre en el linóleum del piso, junto a una silla caída. ’Ahí fue donde cayó el señor Trotsky herido… le golpeó Mornard con este ’piolet’, artículo deportivo que descansaba sobre una silla y que el hombre tomó para entregármelo, para entregárselo, según debe haber supuesto, a ’la autoridad’.

Mientras examinaba la escena, hacía preguntas. Genaro se hartaba de tomar fotografías. Terminada nuestra labor en la casa y sintiendo que aquel piolet me quemaba las manos, salimos con él a la calle, donde había siete u ocho periodistas y veinte policías con un comandante, a quien me dirigí diciéndole: ’Tome… ésta es el arma homicida’, y sin esperar a que hubiera preguntas que me comprometieran, nos dirigimos al automóvil que nos regresó a la esquina de la calle de Victoria y Luis Moya. No podíamos seguir hasta el Puesto Central de Socorros que se ubicaba una cuadra adelante, en Revillagigedo y Victoria. Quince policías formados en desplegada impedían el paso de cualquier vehículo o persona.

Abandonamos el automóvil. Me dirigí a un teléfono para comunicarme con el jefe de los Servicios Médicos de la Cruz Verde, mi excelente y extraordinario amigo doctor Rubén Leñero. Le pedí que me permitiera entrar. Era imposible. Había mucha policía y a él se le había ordenado que no permitiera el acceso a su nosocomio de ningún informador gráfico o de letras.

—Bueno Rubén, si logro entrar, ¿me podrías facilitar allá adentro un equipo de médico para disfrazarme? —, pregunté a mi amigo.

—Me pones en un aprieto, pero no creo que te vaya a ser fácil entrar… hay por lo menos 300 policías a todo alrededor del hospital. No pasan ni diputados, vaya, ni siquiera ministros de la Corte. Acepto, mientras me mandas avisar y te envío el equipo.

Pensé la forma de burlar la policía. Resultaba en verdad muy difícil, pero para un reportero siempre hay un pequeño resquicio por el que puede colarse. Hablé por teléfono a la caseta de emergencia de la Cruz Verde, con ’El Monje’ y convino en mandar una ambulancia a la esquina de Pescaditos y Revillagigedo, donde sería ’recogido el herido’, que era yo precisamente.

Rápidamente me trasladé a la calle de Pescaditos. Varias personas caminaban junto a mí cuando de pronto ’me sobrevino un ataque al corazón que me hacía convulsionarme y revolcarme en el suelo’. Una señora se me acercó compadecida. Me interrogó sobre lo que me ocurría y le pedí ’por amor a sus hijos’ que hablara precisamente a la Cruz Verde, cuyo número le di. Cinco minutos después era colocado en una camilla y cubierto con una sábana blanca.

Los ambulantes y el chofer, amigos míos todos ellos, cumplieron con su deber. Me trasladaron el Puesto Central de Socorros con gran rapidez. Al entrar al nosocomio escuché una voz que reconocí inmediatamente como la del Jefe de la Policía, general José Manuel Núñez, que a pesar de ser también un gran amigo mío, seguramente no permitiría, al descubrirme, que entrara al hospital.

—Métanlo hasta atrás— gritó el general Núñez y los ambulantes, cargando la camilla donde iba, obedientes cumplieron la orden: fui llevado hasta la sala general, allá al fondo.

Desde ese mi primer escondite le mandé decir al doctor Leñero que ya estaba adentro. Esperaba que cumpliera su ofrecimiento. Sin tardanza llegó hasta ’mi lecho de dolor’ el doctor Agustín Guízar, llevándome el uniforme blanco, la ’boquera’ y el gorro. Él mismo me ayudó a colocarme las ropas y entonces, caminando con desenfado, me dirigí al quirófano.

Ahí, el doctor Eduardo Mass intervenía quirúrgicamente el cráneo de Trotsky, que había sido perforado con un ’piolet’ por Jacques Mornard. El doctor Rubén Leñero, con otro incomparable amigo y maestro de la cirugía, Rafael Ramos Méndez, daban instrumental. Anita, la simpática y eficaz enfermera, estaba atenta a lo que se le pidiera. Otro médico, me parece recordar que era el doctor Marín, daba la anestesia.

Veía cómo se realizaba aquella intervención quirúrgica, cuando de pronto se abrió la puerta del quirófano para dar paso al maestro médico Gustavo Baz. Éste se colocó junto a mí. Con voz sumamente baja comentaba conmigo los incidentes de la intervención quirúrgica y claro, yo desconocedor de la medicina, para no descubrirme acertaba a contestar, también en voz baja: ’Tiene razón maestro, sí maestro’, pero no hacía comentario alguno.

Diez minutos después de estar en el qurófano y de haber grabado en mi mente la escena, nombres, etc., salí para dirigirme a la sala en donde estaba el homicida: Jacques Mornard, quien en esos momentos aseguraba que su verdadero nombre era Frank Jackson. Tenía la cabeza cubierta con vendas y era atendido por el doctor Gilberto de la Fuente, de los múltiples golpes que le habían dado los guardaespaldas de Trotsky, y a quien salvó la vida Natalia Sedova, la esposa de Trotsky, quien gritó: ’Déjenlo vivir para que nos diga quién lo mandó matar’. En ese momento cesaron los golpes.

Escuché a la Sedova informar al entonces coronel Leandro A. Sánchez Salazar, jefe del Servicio Secreto: ’Me encontraba en la pieza contigua al despacho de León. De pronto escuché ruidos y fui a ver lo que pasaba. León mordía la mano de Jacques. Caía al suelo pesadamente. En la lucha habían caído el dictáfono y la silla en la que estaba mi esposo. Grité y llegaron los hombres que trataron de matar a Jacques, pero lo impedí… Quiero que nos diga quién lo mandó matar, por más que sabíamos que Stalin había de cumplir su palabra de asesinar a León’.

—¿Su esposo le dijo algo? —preguntó el coronel Sánchez Salazar.

En medio del llanto que la ahogaba, entre suspiros, Natalia Sedova contestó: ’Nada… su mirada era vidriosa… posiblemente quiso hablar, pero no pudo hacerlo’.

Más tarde se dijo que Trotsky habló. Que Sedova conversó con él. Que afirmó que Stalin fue quien lo había mandado a asesinar. Pero eso fue producto de declaraciones debidamente preparadas por los amigos de Trotsky, entre otros el pintor Diego Rivera, en cuya casa vivió los primeros meses de su estadía en México.

Seguí mi labor de reportero sin escribir nada, reteniendo todo en mi mente. El general Núñez, a pesar de que nos conocíamos bastante bien por las labores que desempeñábamos, él como jefe de la Policía capitalina y yo como reportero de policía, no me reconoció con el atuendo de médico con el que me había disfrazado, y así, largándome un papel escrito en francés me dijo: ’Ustedes los médicos hablan francés… traduzca esto que dice Jacques, es su testamento… No quiero una sola copia… ¿entendido? Asentí con la cabeza y rápidamente me fui al despacho del doctor Leñero, para, ayudado por su hermano, también médico, y por el doctor Guízar, traducir aquello. Lógico, me quedé con una copia.

El testamento de Jacques Mornard o Frank Jackson, no era otra cosa que tratar de arrojar la culpabilidad del crimen al propio Trotsky, de quien decía aquél se había decepcionado al descubrir que era un demagogo.

Una vez entregada la traducción y el original, seguía escuchando los interrogatorios. Jacques, hombre debidamente entrenado para ello, al ver que se le iba a aplicar una inyección para calmar sus dolores, sacó su pañuelo que metió en su boca para apretarlo con los dientes. Creía que, como en Rusia, aquí también se utilizaba la escopolamina para lograr que el hombre hablara con claridad todo lo que tenía en su cerebro y así descubrir quién era el que le había mandado a matar, cuál era su organización, etc.

Cuando se dio cuenta que no se trataba de escopolamina, que su cerebro respondía a sus llamados, sacó el pañuelo y contestó todas las preguntas, siempre ocultando la verdad.

De pronto entró a la pequeña sala de curaciones Guillermo Bernal, uno de los mejores peritos en criminalística con que ha contado la policía capitalina, llevando una gabardina y cosida en su bolsa interior la funda de un puñal y éste mismo. ’Los encontré en la casa de Trotsky… Además, en el aeropuerto ya detuvimos a Silvia Angeloff… La tenemos en el laboratorio de fotografía, en la azotea de la Jefatura’, informó el criminalista al general Núñez, quien ordenó que la mujer, sin que nadie sea diera cuenta, fuera llevada inmediatamente a su presencia.

Habían pasado ya tres horas desde el momento en que me ’habían encamado’. La desesperación por fumar iba en aumento. Decidí salir a un pequeño patio al fondo del nosocomio. Me quité la ’boquera’ y encendí el cigarro. En esos precisos momentos el entonces Primer Comandante del S.S., Jesús Galindo Vázquez, me sorprendió y casi rogándome ’que no fuera malito’, me hizo salir por una puerta secreta a la calle una vez que cambié nuevamente mis ropas.

Pero no abandonaba mi labor de reportero. Me dirigí a la Jefatura de Policía, en ese entonces en Revillagigedo e Independencia, en donde me conocían hasta las ratitas que corrían por los pasillos. Subí hasta el laboratorio, en donde encontré a una mujer desesperada, llorando amargamente, con cuatro velices llenos de ropa junto a ella.

Platiqué con ella durante 15 minutos. Había sido traicionada por el hombre al que ella había amado sin reservas, Jacques Mornard. La había utilizado únicamente para que él pudiera llegar a entrar a la casa de Trotsky y cumplir su misión de asesinarlo. Había en Silvia decepción al comprobar que no había sido nunca amada en verdad; desesperación, al enterarse que su jefe fue asesinado y que ella, indirectamente, había puesto frente a frente al homicida y a la víctima. Lloraba amargamente y se rasgaba las ropas. Histérica, en una palabra, se encontraba cuando llegué al lugar donde estaba detenida. Después de hablar con ella durante 15 minutos, creo haber logrado, aunque fuera de momento, que se calmara.

Luego, al encontrarse cara a cara con Jacques, su amante adorado, volvió a sufrir otro ataque de histeria en el hospital de la Cruz Verde. Ahí se desnudó y con los tacones de sus zapatos quiso agredir a Jacques, a quien arañó en varias partes del cuerpo.

Cuando sacaron de la Jefatura de Policía a Silvia para llevarla al nosocomio, yo fui tras de ella a distancia conveniente. Frente al Puesto Central de Socorros estaban mis compañeros de labores, los estupendos reporteros José Pérez Moreno, Miguel Gil, Felipe Moreno Irazábal, Leopoldo Toquero y Dimarias, Manuel Espejel, Rigoberto Arellano Martínez y otros que escapan a mi memoria. Al verme, sonrieron suponiendo que a esa hora, a las 8.45 de la noche, acababa de enterarme de la tragedia y trataba de lograr algún dato que pudiera escapar del interior de aquel hospital al que nadie podía entrar.

Quince o veinte minutos después una voz gritó: ’Señores periodistas pueden pasar al patio… el general Núñez los recibirá’. En tropel entramos todos. El jefe de la policía nos mostró, ufano, el arma homicida y dio unos cuantos pormenores de la tragedia. ’No puedo decir más… la investigación se está realizando’.

Al día siguiente todos comentaban la noticia en ’Novedades’.

¿Sería verdad lo que el reportero, cuyo nombre no aparecía para nada, había escrito o era producto de elucubraciones?

Algunos compañeros me llamaron ’volador’. Otros me felicitaron, entre ellos el coronel Sánchez Salazar, quien me permitió entrar al Puesto Central de Socorros para que también fuera el único que, 24 horas después del atentado, viera morir al que fue el líder máximo de la Revolución Rusa.

Faltaban 12 minutos para las siete de la noche del día 22 de agosto de 1940, cuando León Trotsky, que parecía que dormía, exhaló el último suspiro.

Así fue como gané las noticias del atentado y muerte de Lev Davidovich Bronstein, León Trotsky.


De la fama al olvido

De la fama al olvido

Muchos medios de comunicación que ondean la bandera de la justicia echan a la basura del olvido físico y económico a trabajadores que les sirvieron con excelsitud toda una vida. Fue el caso de Eduardo Téllez Vargas, según relata un reportaje de Rodrigo Vera publicado en Proceso el 27 de julio de 1991.

He aquí las reveladoras condiciones en que encontró muchos años después al Güero Téllez Vargas:

Después de ser el mejor reportero policiaco en los años cuarenta y cincuenta; de haber logrado la exclusiva sobre el asesinato de León Trotsky, que lo encumbró en el medio periodístico mundial; de haberse codeado con los grandes personajes de la época, como Adolfo Ruiz Cortines y Mario Moreno, “Cantinflas”, Eduardo Téllez Vargas —conocido como el Güero Téllez— sobrevive apenas hoy (julio de 1991) en un minúsculo cuarto en una de las colonias de la periferia de la ciudad de México, con una pensión de 300,000 pesos mensuales (con la quita de tres ceros a partir del 1 de enero de 1993 quedó en N$300. Así se denominó a nuestra moneda, nuevos pesos, hasta el 31 de diciembre de 1995) que le da El Universal, periódico en el que trabajó durante más de 30 años.

Sentado al borde de su lecho, con su larga barba blanca cubriéndole el cuello de la pijama, el viejo Güero Téllez recuerda dolido el atentado que lo dejó inválido y cortó su carrera periodística:

“En 1982 yo iba a publicar una serie de reportajes sobre cómo y dónde se vendía la droga en México. Ahí iba a denunciar a la narcotraficante Dolores Estévez, Lola La Chata, una chaparra de dientes de oro que controlaba a muchos policías y periodistas.

“Estaba por terminar los reportajes, todavía ninguno publicado, cuando un día en que comía en el restaurante del hotel Regis, llegaron unos hombres y pusieron una pistola y una cartera sobre mi mesa ¿Qué escoges? me preguntaron ¡Soy un periodista honrado! les respondí.

Días después fui a la casa de una sobrina, a la que iba a darle clases de armas, pues ella iba a estudiar criminología. Al bajarme del automóvil frente a su casa se me vino encima otro vehículo muy grande que venía en reversa; me tiró y me arrastró 70 metros. Algunos detectives, que después fueron a verme al hospital, me dijeron que estaba entre las patas de los caballos y que nada podían hacer.

“La misma juez —amiga mía— reconocía que no había sido un accidente. Después le dieron dos millones de pesos y dejó libre al tipo que me atropelló. Sentí mucho coraje. El atentado quedó como un simple accidente. En fin, ya sabía que nadie haría nada.

“En el hospital tuve miedo de que sobornaran a los médicos para que me pusieran una inyección para matarme. Por eso pedí a mis allegados que vieran el caso como un accidente más. De Lola La Chata supe que murió hará unos seis años (1985) en las Islas Marías.”

Con un enfisema, la caja torácica más chica por el accidente, un hueso de la pierna izquierda sin soldar y un tanque de oxígeno a lado de su cama, el Güero —lúcido aún— prosigue con fatiga:

“En El Universal, en 1983 (un año después del atentado), me declararon no apto para trabajar. Y me dieron 200,000 pesos de liquidación.”

—¿No considera injusta su situación? ¿raquítica la pensión?

—De acuerdo con el contrato colectivo de trabajo no tengo derecho a más, no puedo pedir más. Así de mala es la situación laboral de los periodistas. Siempre lo fue. Oí por radio que ya van a pagarles el salario mínimo ojalá.

Y recuerda:

“En Novedades —del que fui fundador—, a pesar del triunfo que le di con el caso Trotsky y el de María Elena Blanco, ¿sabe cuánto me pagaban semanalmente?; ¡10 pesos! Por eso el reportero ha tenido necesidad de cobijarse en las oficinas de prensa.”

El pasado 15 de mayo (de 1991), Elvira García en su columna “La voz invitada”, de la sección cultural de El Universal, protestó por la situación del Güero Téllez: “casi nadie lo recuerda a él, ni siquiera El Universal, nuestro diario”, escribió. En respuesta, fue despedida como colaboradora.

—¿Sirvió de algo la protesta de Elvira García?

—De nada —responde Téllez.

Interviene Alfredo Olvera, el amigo que le dio cobijo en su reducida casa de interés social —donde vive con su esposa y sus tres hijos—, y quien durante la entrevista estuvo pendiente de ponerle el oxígeno cuando le llegó la asfixia:

“A raíz del artículo de Elvira nos dijeron de El Universal que iban a incrementarle un poco su pensión. Pero no se ha hecho nada.

“Actualmente recibe 75,000 (N$75) pesos semanales. El ISSSTE le envía el oxígeno. Aparte conseguí un médico particular para que lo atienda. Lo recogí porque desde chico lo vi como mi padre. Recuerdo cuando me llevaba de la mano por las calles. Es una relación de toda la vida. Fue compadre de mis papás.”

Prosigue:
“Al salir del hospital vivió solo en la colonia El Reloj. Cuando iban a desalojarlo de la casa que rentaba, le dije que se viniera a vivir conmigo. Él no pide nada. Y no necesita más que para sus gastos de medicina y alimentación.”

Oriundo de Yautepec, Morelos, donde nació hace 83 años (en 1991), el Güero Téllez se inició en el periodismo en 1930 en un “periodiquito” que se llamaba La Época, primero como reportero de deportes, luego como policiaco. Pasó después al periódico La Noticia, cuyo propietario era el general Saturnino Cedillo, entonces secretario de Agricultura. En su libro de memorias ¡Reportero de policía! (El Güero Téllez), escrito antes del atentado, Téllez agrega:

“Luego de trabajar en La Noticia, fue llamado por el ingeniero Félix Fulgencio Palavacini, quien en 1936 fundó El Día; sin embargo, este periódico sólo duró nueve meses y cuando estaba a punto de desaparecer, me llamó Ignacio Herrerías que fundaba Novedades; empero, en 1944, hubo una huelga que terminó mal, optando por pasarme a El Universal, donde trabajé por espacio de 37 años.”

Desempolva sus pasadas glorias:

“Cuando cubrí el crimen del matrimonio Fenton, en Acapulco, elevé la circulación de El Universal en un ciento por ciento. También con otros casos. Fui buen reportero. Recuerdo que Gregorio López y Fuentes, director de El Universal, me decía en broma: no tiene chiste que ganes siempre las exclusivas, si tienes a 5,000 policías trabajando para ti como reporteros. Sí, cada policía era un informante mío.”

El caso que lo consagró como periodista fue el atentado contra el exiliado líder soviético León Trotsky, el 20 de agosto de 1940. Haciéndose pasar por agente del Ministerio Público, el Güero Téllez logró introducirse a la residencia donde vivía Trotsky en Coyoacán, el mismo día del atentado. Y después, en camilla y simulando un ataque cardiaco, se coló al hospital de la Cruz Verde donde atendieron a Trotsky. Luego, disfrazado de médico, vio la operación que le hicieron.

Trotsky murió al día siguiente, y el Güero pudo ver sin ningún problema el momento de la muerte del viejo revolucionario ruso.

José Ramón Garmabella —en el prólogo a las memorias del Güero Téllez—, lo recuerda como un “hombre alto, delgado, rubio y de ojos azules” que hacía “detener las rotativas, rehacer el cilindro y modificar la cabeza a ocho columnas”; “las mil y una anécdotas que vivió este hombre a lo largo de medio siglo de ejercicio profesional constituyen un capítulo brillante y extenso del anecdotario del periodismo mexicano.”

Frecuentado por los presidentes de entonces, de Manuel Ávila Camacho a Gustavo Díaz Ordaz, el Güero Téllez dio brillo al género policíaco, ninguneado en el medio periodístico.

“Fui íntimo de Ruiz Cortines cuando fue secretario de Gobernación. Jugábamos dominó en la cantina que está frente a El Universal. Era bueno para el dominó.”

Igual recuerda vivencias de su amistad con Cantinflas:

“Con él acostumbraba jugar dominó desde que trabajaba en una carpa que estaba frente a la delegación Tacuba, que era una de mis fuentes. Estaba recién casado con su primera esposa de origen ruso.”

Con voz pausada, imperceptible casi, agrega:

“A veces Cantinflas tenía que hacer su show en el Tívoli y dejaba la mano de dominó pendiente para irse a su presentación. Al salir regresaba a terminar la partida. Fuimos buenos amigos. No sé si sepa que estoy enfermo.”

Exhausto hace una pausa, pide después oxígeno “¡Ya! ¡Ya! Terminó la entrevista”, dice preocupado Alfredo, mientras le coloca las sondas en la nariz. El Güero se mete entre las cobijas y descansa la cabeza sobre la almohada. Por último hace una señal al reportero para que se acerque. Y muy bajo le confiesa al oído:

“Cuando me inicié en el periodismo, Juan Escamilla, un viejo periodista, me dio los tres consejos que me sirvieron toda la vida: Si quieres ser reportero —me dijo—, sé audaz, sé honrado y sé amigo de todos Y así lo hice.”

—¿Qué se hicieron ahora sus amigos?

Con un murmullo lento, como súplica, alcanza a decir:

—Eso es lo que yo también me pregunto.

***
Cuarenta y un días después de esta entrevista, el 6 de septiembre de 1991 el Güero Téllez se despidió para siempre de su inseparable máquina de escribir, aquella que le ayudó a plasmar sus historias por más de cincuenta años en los que se desempeñó como un honrado Reportero de Policía.

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